Nueva historia que comparte con nosotros la letrada Doña María Jesús Montero Gandía, que probablemente sea la última, dado que en lo sucesivo os recomiendo que sigáis su nuevo blog, el cual sin duda dará mucho que decir

 

Nos pasamos la vida queriendo prolongar nuestra estancia en ella como si quisiéramos dejar constancia de una forma pertinaz de que ahí estuvimos nosotros. Y al mismo tiempo, y paradójicamente, qué poco conscientes somos de la frugalidad de nuestra existencia. No somos previsores en ese sentido y rara vez determinamos qué será de “lo nuestro” cuando hayamos muerto.

 

Cambiamos de estado civil, tenemos descendencia, nos movemos en el tráfico jurídico con soltura, pero somos reacios a otorgar testamento. Es como si de repente, en un fugaz momento, tomáramos conciencia de lo frugal y vulnerable de nuestra existencia y nos sentáramos frente a frente con la Parca.

 

Y les soy sincera, me sigue llamando la atención esa voluntad remisa a otorgar testamento con la soltura con la que, sin embargo, se conciertan seguros de decesos, porque si algo hemos de tener claro es que de ésta no se sale vivo siendo evidente que nos importa más elegir un sitio donde descansar en la eternidad que disponer con orden y concierto de lo nuestro.

 

Dice el Código Civil en su artículo 667 que «El testamento es el acto por el cual una persona dispone para después de su muerte de todos sus bienes o de parte de ellos.

 

Pero, no se engañen, esta aparente voluntad libérrima tiene sus límites, ya que el legislador ha determinado que ciertos parientes próximos y el cónyuge tienen derecho a suceder en parte o en el valor de una parte, del patrimonio del causante, y de qué modo.

 

La ley contempla distintos tipos de testamento, el común y el especial. Grosso modo, el común exige los requisitos o solemnidades generales y puede ser utilizado, en principio, por cualquiera que tenga capacidad de testar (no la tienen los menores de 14 años y el que habitualmente o “accidentalmente” no se hallare en su cabal juicio).

 

El especial requiere más o menos solemnidades según los casos y sólo puede ser utilizado por ciertas personas en determinadas circunstancias.

 

El testamento común puede ser de tres tipo: ológrafo (el escrito de puño y letra por el testador con la fecha y su firma), abierto (el otorgado ante Notario) o cerrado (la última voluntad se contiene por escrito, cerrada y sellada y se presenta ante Notario, al que se declara de que en él se encuentra su voluntad testamentaria, pero sin revelarla).

 

Les confieso que cuando estudiaba derecho de sucesiones este tipo de testamento siempre se me representaba de lo más enrevesado, porque dejas por escrito y a mano lo que dispones para el caso de tu muerte, se lo entregas al Notario, que es el representante máximo en lo terrenal y mundano de la fe pública, guardador de voluntades, sin que el mismo sepa qué dispones y en qué modo. Esto es como ir pa ná.

 

Porque como dice don Francisco Rosales: “Si no hablamos con el Notario, si no le comunicamos nuestras inquietudes y nuestras necesidades, … es imposible que obtengamos la información que puede ser decisiva para nuestro futuro”. Bueno, más bien para el futuro de los que se quedan…

 

Sin embargo, hay veces, yo diría que más de las que se quisiera por parte de los llamados a heredar, que aunque se deje expresada esta última voluntad incluso ante Notario, ésta pueda manifestarse difusa, y es ahí donde hay que ir a indagar el significado y el alcance de esa manifestación de voluntad. Como dice nuestro Alto Tribunal, “captar el elemento espiritual, la voluntad”, siendo consciente de que el legislador en la regulación del derecho de sucesiones ha concedido una notoria supremacía a la voluntad real del testador sobre el sentido literal de la declaración, de acuerdo con la regla del Derecho romano “in testamentis voluntates testatium interpretantur”.

 

En otras ocasiones es verdad que hay voluntades que no quedan recogidas en lo que hemos llamado “testamento”, porque precisamente no tienen nada que ver con qué vaya a ser de ese conjunto de bienes y derechos que vayamos a dejar, sino con algo que tiene aún más trascendencia si cabe, porque se trata de sentimientos, de deseos, de lo que nos gustaría que ocurriera cuando ya no formemos parte de este mundo.

 

La tía Conchita, fiel devota de la Virgen del Carmen, como no podía ser menos en un pueblo costero del mediterráneo, era una octogenaria algo peculiar, porque a pesar de sus años conservaba la lucidez que sólo la experiencia acumulada de los años nos puede dar y, para mi sorpresa, me encomendó que la asesorara en eso que ella llamaba alegremente “su herencia”. Era viuda y no tenía hijos, sólo tres sobrinas repartidas por la geografía española.

 

La cuestión no planteaba problema alguno, salvo el pequeño detalle que la mujer se empecinaba de forma obstinada en hacer constar en el testamento: ella quería ser enterrada con el vestido que tenía guardado para la ocasión en el altillo del armario. Fue duro hacerle ver que aquello no podía ser parte integrante de esa “última voluntad”. Pero podía ponerle remedio congregando a las sobrinas para hacérselo saber, así en unidad de acto, para evitar confusiones.

 

El tema no hubiese tenido más trascendencia si no es porque pasados tres meses del fallecimiento de la tía Conchita se reunieron en mi despacho, para mi sorpresa, las tres sobrinas.

 

Entre risas y llantos de histeria comenzaron relatándome que como quiera que iban a enajenar el patrimonio heredado, acudieron a la casa de su tía con el objeto de recoger enseres personales, recuerdos familiares y fue cuando descubrieron algo aterrador.

 

Yo ignoraba dónde podía estar el afligimiento, pues había tenido ocasión de conocer a Conchita y lo más aterrador que se me ocurría es que le diera más de la cuenta al Marie Brizard, así que aguardaba con cierta expectación el resultado final del exordio.

 

Me contaron que la tía había sido vestida por las tres con aquél vestido que ella había designado para la ocasión. Y aunque en principio mostraron cierta renuencia, finalmente la amortajaron conforme a su voluntad. Se trataba de un traje de gitana con todos sus apaños, zapatos rojos de lunares, zarcillos, pañoleta y flor. Pilar, la más joven, incluso le pintó los labios de carmín: “señora abogá, no le fartaba a mi tía ni un arfilé, estaba piripintá, daba hasta alegría verla así, tan recogía con sus sapatitos rojos de lunareh”.

 

“Pero mire usté”, continuaron casi al unísino sin parar de dar hipidos de llanto…

 

Resulta, que como consecuencia de tanta indagatoria en la vivienda, recogida de fotografías, recuerdos familiares, ropa para empaquetar y donar a la Cruz Roja, descubrieron entre la profundidad del altillo otra caja, ésta había quedado atrapada en el hueco que daba a la pared, de manera que a simple vista quedaba escondida. Al abrirla fue cuando de una manera atroz se les reveló la voluntad de la tía Conchita, porque lo que allí contenía la caja no era ni más ni menos que el hábito de las devotas de la Virgen del Carmen.

 

Lo que ocurrió después fue digno del mismísimo Berlanga, pues pretendían obtener autorización para su exhumación, pero eso… eso es otra historia.

 

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