La vida está compuesta de una sucesión de acontecimientos: buenos, regulares, malos… Pero a veces, rara vez, en contadas ocasiones, sublimes.

 

Como abogada, en múltiples circunstancias, he vivido en primera y tercera persona esos momentos. Y a pesar de que hay quien mantiene que el abogado debe ser ajeno al conflicto de su cliente, de tal manera que mantenga una visión aséptica de la cuestión en lid, no lo he conseguido con el paso de los años.

 

Ni lo he conseguido, ni lo he pretendido, porque no entiendo la abogacía de otra manera que mediante la empatía con el cliente y, por ende, con su pretensión, lo que me ha llevado no pocas veces a ser demasiado pasional en la defensa de aquélla.

 

Quizás sea eso, la pasión, lo que mueve a las personas en cada ámbito de la vida. Y yo lo reconozco, lo asumo, lo admito, soy pasional hasta para defender una reclamación de cuotas a morosos. Porque, pensándolo bien, las creaciones intelectuales no son lo mismo sin pasión. Es más, soy de las que piensan que es absurdo, antinatural y contraproducente separar la emotividad de la racionalidad. ¿O es que acaso no está científicamente probado que las personas con problemas de emotividad aprenden peor?

 

Esto me lleva a recordar el día inmediatamente posterior a que España ganara el mundial de fútbol, el 12 de julio de 2010. Ese día tenía señalada una vista sobre un robo con fuerza.

 

El justiciable, del turno de oficio para más señas, poseía una hoja histórico-penal más larga que “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust. Lo cierto es que la noche anterior, como es de ver, no había pegado ojo, no porque me preocupara en demasía el resultado, que desgraciadamente estaba cantado, ( el infeliz, no sólo forzó la puerta de un restaurante, digamos X, sino que degustó el mejor Ribera del Duero a cuenta de la casa y no tuvo otra cosa que dejar olvidada con la “tajada” la cartera con su DNI.

 

No sólo repartió el Adn por la escena del crimen, facilitó en demasía las labores de policía científica. Pensaría que si hay que ir a celebrar la victoria se va, (que ir para nada era tontería, digo yo).

 

Como recordarán, las calles fueron tomadas espontáneamente por personas de la más variopinta condición con un denominador común: la bandera rojigualda.  Unos, la llevaban pintada en el rostro; otros, como camiseta; los más, como bufandas. En mi caso, como pashmina.  Creo que apenas me bastaron un par de horas para descansar, lo curioso es que me albergaba una sensación de plenitud y energía como jamás he experimentado a lo largo de mi vida. En mi cabeza no hacía más que sonar una y otra vez de forma constante, reiterada e impenitente: “Seremos grandes, seremos fuertes, somos un pueblo bandera de libertad, que viene y que va, que viene y que va, que viene y que va”.

 

Y de esa guisa, con traje de toga y mi pashmina de la bandera de España me encaminé al Juzgado, a defender lo indefendible, visto lo visto, pero con un aire de seguridad y suficiencia inefables.

 

Mi madre, que siempre ha sido una persona con unas dosis de pragmatismo digna de estudio, se escandalizó al verme de esa guisa: chaqueta y falda negras, tacón indescriptibles en su medida y una pashmina en pleno mes de julio, 37º para más seña. Pero yo, ajena a sus comentarios y haciendo caso a las señales visuales de mi querido padre, me encaminé con más seguridad si cabe hacia el Juzgado, en mi firme convicción de que la bandera al cuello no podía ser objeto de reproche por parte del Tribunal, antes al contrario, yo la enarbolaba ocupando un lugar destacado, visible y de honor: mi cuello.

 

Vamos, que cumplía fielmente el artículo sexto de la Ley 39/1981, de 28 de octubre que, como bien saben, regula en uso de la bandera de España y de otras banderas y enseñas.

 

Al acercarme al control de acceso a la ciudad de la Justicia, custodiado por la Guardia Civil, se produjo el acontecimiento más sublime que he experimentado y experimentaré en mis años de carrera profesional.

 

Encontrándome a una distancia aproximada de no más de seis pasos del agente, advertí en él un extraño movimiento, se cuadró completamente y elevó su mano derecha a su sien derecha como un resorte mecánico. Yo iba a su encuentro con una seguridad pasmosa, y a dos pasos de encontrarme a su altura, de forma inopinada inclinó la cabeza en un movimiento rápido y, sin variar la posición de la mano, que mantenía en su sien derecha, permaneció erguido, en posición de firme, hasta que llegué finalmente a su altura, momento en el que mirándole fijamente clavó sus ojos henchidos de orgullo hacia mi, y en esa posición enhestada se mantuvo hasta que estuve a más de dos pasos de él.

 

Por muchos méritos o reconocimientos que pueda llegar a alcanzar a lo largo de mi carrera profesional, el respeto que me transmitió el agente ese día, en ese instante, no tendrá parangón alguno.

 

Ni más ni menos, el agente ejecutó el saludo militar conforme a lo dispuesto en la Orden Ministerial 31/1987, de 12 de junio, luego modificada por la Orden Ministerial 9/1989, de 10 de febrero.

 

Se preguntarán que pasó en la vista, pero eso, eso es otra historia.

 

NOTA DE FRANCISCO ROSALES DE SALAMANCA RODRÍGUEZ

La autora de este post es la letrado de Málaga Doña María Jesús Montero Gandía, @MJLetrada y es el resultado de una apuesta tuitera en la que se ha comprometido a tener un blog propio si la presente entrada tiene más de 100 visitas.

Sinceramente no sé cuántas habrá, pero vista su alegría, su talante y su forma de escribir, le pido públicamente que sea el que sea el resultado comparta en su futuro blog sus experiencias y conocimientos, y que nos haga a todos disfrutar del placer de leerlo.

Cumpliendo su palabra, y ante el éxito de su entrada hoy 28 de Abril de 2015 Doña María Jesús Montero Gandía estrena web, con blog incluido, el cual no dudo que dará mucho que hablar.