Cómo firmar una escritura es algo a lo que pocos dan importancia (empezando por mi mismo) , pues se considera como una mera formalidad, y en gran medida lo es.

En España los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento; el hecho de hacer o no escritura, y por tanto el hecho de firmarla es generalmente intrascendente a los efectos de la validez del negocio.

Es cierto que sin embargo el verdadero acuerdo de voluntades, y por tanto el consentimiento sobre el objeto, contenido, y efectos del negocio jurídico normalmente se producen en el momento del otorgamiento de la escritura, pues hasta entonces si bien hay acuerdo sobre el contrato y alguno de sus elementos esenciales, no hay verdadero conocimiento del alcance del consentimiento que se presta.

Todo lo anterior son reflexiones que pueden provocar otra entrada en este blog, pero no el verdadero objetivo de esta entrada.

El momento de la firma es el momento culmen de cualquier escritura, algunos lo que algunos llaman «el momento de la verdad», sin embargo yo creo que ese momento es cuando el Notario explica el negocio y las partes consienten.

No creo que os sorprendáis si os comento que la profesión de Notario es bastante aburrida, y que pocos son los Notarios que no tienen alguna que otra manía sobre la firma.

¿Cuáles son mis manías a la hora de firmar una escritura?

La primera es ofrecer que primero sean las señoras las que firmen (afortunadamente hasta ahora nadie me ha tachado de machista, y todos han comprendido que se trata de una mera cortesía).

La segunda es romper la primera regla si se trata de préstamos, pues en ese caso suelo ofrecer primero la firma a los caballeros, y si veo el ambiente distendido, aprovecho para recordarles que son ellos los que tienen que pagar.

La tercera es que normalmente mientras las partes están firmando, no suelo recordar quién es quién, por lo que trato de adivinar el estado civil de los firmantes, y reconozco que acierto en un altísimo porcentaje de los casos.

Es curioso que.

  1.  Si una escritura la firman una pareja de novios: firmada la escritura por ella, él sin dudarlo estampa su firma junto a la de su amada.
  2. Sin embargo cuando la escritura la firma un matrimonio o una pareja que lleva tiempo viviendo junta: raro es el caso en el que tras firmar ella, él me mire y me pregunte ¿Dónde tengo que firmar?.

 

Siempre que el ambiente es distendido, aprovecho para recordarles la frase que escuché en una película antigua a Gracita Morales y le pregunto ¿en qué se parecen el matrimonio y los toros?, me divierte muchísimo ver las caras que ponen, y más imaginar que estarán pensando, pero rápidamente les corto y les comento «En el matrimonio como en los toros, cuanto más te arrimas mejor», así que por favor firme Ud pegadito a su esposa.

¿Y como hay que firmar una escritura?

Pocos saben que firmar supone escribir de puño y letra el nombre y apellidos, y que lo que casi todo el mundo conoce como firma en realidad es una mera rúbrica, por eso me produce una especial ternura ver a las personas pedirme disculpas porque «firman mal» o porque «se le juntan las letras», y me suele sentar mal, la cara de suficiencia de todos los demás presentes.

Normalmente son personas mayores, que tienen pocos estudios, y que muchas veces sólo saben escribir su propio nombre.

Especialmente me causan ternura los poderes y testamentos de las personas mayores que no pueden venir a mi despacho, pues más de una vez me he topado en su casa un folio lleno de firmas suyas, pues era consciente que iba el Notario y quería esmerarse en que su firma le saliera bonita (sinceramente me parece una muestra de respeto hacia mi profesión y mi persona, que alguien me esté esperando en su casa -pueda o no salir de ella- pero que dedique un tiempo a lo que va a hacer conmigo, es más creo que el hecho de practicar la firma es una clara prueba de capacidad de esa persona).

Me da pudor ver que algunos se disculpan porque firman lento; la verdad es que ellos si que firman, y que mi firma cada vez más se ha ido deformando en un garabato, por más que cumpliendo con el Reglamento Notarial pongo una solemne firma, rúbrica, signo y sello.

Con su sencillez, estas personas me están dando un protagonismo que no merezco; pues son ellos los auténticos protagonistas del su testamento o su poder, y sinceramente esos son uno de los momentos en los que verdaderamente un Notario se considera Notario.

¿Y con esos comentarios que hago no me han dado ninguna lección?

Pues tengo que confesar que, efectivamente, fijándome en esas cosas, y haciendo los comentarios que hago, alguna vez tenían que darme una lección.

Sucedió un invierno, en el que un señor mayor vino al despacho, me comentaba que quería hacer testamento él y su esposa, pero que ella estaba ya muy delicada de salud y no podía moverse, por lo que me pidió que fuera a su casa.

Se trataba de un testamento sencillo, de los que comúnmente se conocen como «testamento del uno para el otro, y después para los niños», no tenía mayor complejidad, por lo que me ofrecí a salir inmediatamente al domicilio.

Un poco avergonzado me comentó que la señora no sabía firmar, y me preguntó si eso era un problema, a lo que le comenté que bastaban dos testigos y que ella estampara la huella dactilar del dedo índice de la mano derecha, por lo que quedamos en que él me llamaría por teléfono en cuanto tuviera dos vecinos dispuestos a firmar como testigos.

Cuando llegué a la casa, recuerdo perfectamente el olor a limpio, y las fotografías de muchos hijos y muchos nietos haciendo la primera comunión colgadas en la pared.

La señora (igual que el marido) estaba consumida por la edad, ambos tenían todas las arrugas que producen una vida de trabajo, y poco más que huesos y pellejo había junto a unos ojos tan brillantes como los de su marido.

Ambos tenían unos ojos desproporcionadamente grandes en relación al resto de su cuerpo, eran ojos negros (aunque algo velados por la edad) desprendían un brillo y un magnetismo que impedía hacer otra cosa que respirar ese olor a limpio de la casa y hundirse en esa mirada franca.

Completamente hipnotizado con esa mirada directa, oía a la señora comentarme que su fin estaba próximo, pero que había tenido una vida plena, y que lo único que le apenaba era dejar sólo a su marido ¿Quién va a cuidar ahora de él?.

Me chocó esa pregunta, pues la señora estaba postrada en la cama, se notaba su enfermedad y su dolor, y ese olor a limpio sólo podía ser fruto de un marido anciano intentando disipar el olor a medicamento y enfermedad, y cuya mirada era igual que la de su esposa, pero sus ojos no apuntaban a los míos sino a los de ella.

Terminada la lectura, llegó ese momento de la firma, el señor no me dio opción alguna, y se abalanzó sobre la mano de su esposa, la cogió con una dulzura inenarrable, y simplemente dijo «ahora firma corazón mío», impregnó el dedo en el sello de tinta, le dio un beso a ese dedo y lo acercó al testamento.

No se cuantos años llevaban casados, pero confieso que para ellos sólo «un ratito».

Confieso que al salir, cuando me despedía de todos, y estrechaba sus manos, opté por darle un beso en la mano a la señora, pero sin que nadie se diera cuenta, aproveché para dar dos besos, uno en la mano, y otro en ese dedo que acababa de recibir una lección de amor que yo nunca olvidaré.

¿Creéis que la firma es algo poco importante?