Todos sabemos que a falta de pacto, en la mayor parte de España, el que se casa, está sometido al régimen de la sociedad de gananciales.

No voy a compartir hoy con vosotros una historia que haya vivido, pero si lo que podemos llamar leyenda urbana, una historia que circulan por uno de esos pueblos de las provincias de Córdoba, Sevilla o Cádiz, que es donde hasta ahora he trabajado como Notario (obviamente omitiré el pueblo y los nombres reales, pues desconozco si la historia es verdad, aunque os confirmo que jurídicamente es posible).

El torero humilde

Dámaso era un chaval pobre de un pueblo, uno de esos hijos de jornalero agrícola, que desde que nacen tienen pocas espectativas de vida, más allá de deslomarse pasando frío o calor por los campos de Andalucía, para a duras penas pillar una subvención que le permitiera sobrevivir a una vida en la que habría muchas más sombras que luces.

Era un buen chaval, de jovencito conoció a Marina, una chiquilla aún con coletas, a la que acompañaba todos los días desde el colegio a su casa.

Eran niños, surgió el típico amor preadolescente, que en ocasiones dura toda la vida.

Dámaso y Marina eran más que conscientes del futuro que les esperaba; sin embargo ella no quería acabar como su madre; ella no quería ser una esposa de jornalero, más bien entrada en carnes dedicada a estirar un sueldo miserable para llevar adelante a una familia.

Marina veía a esas señoronas que hay en las revistas del corazón y que salen en la tele llenas de glamour; envidiaba su situación.

Ambos vieron que si Dámaso se hacía torero podrían tener un futuro deshaogado, viviendo en la capital, y relacionándose con gente importante, sin tener que padecer la miseria que veían pasar en sus casas.

Fué ella, o fue él; quien decidió que si Dámaso se hacía torero, pese a que se jugara la vida, podrían dejar de ser los jornaleros de otro, para pasar a ser los señoritos (incluso fantaseaban pensando que ellos no tratarían a sus jornaleros como veían tratar a sus padres).

Lo cierto es que con mucho miedo, pero con todo el valor que da la juventud, el amor, y unos altos ideales, Dámaso un día saltó el cercado de una de las fincas del pueblo y a la luz de la luna empezó a aprender a torear.

El torero que triunfa

Poco os puedo contar de miserias, calamidades, y mayorales persiguiendo a Dámaso a la luz de la luna; o la dura historia de un maletilla, que probablemente no sepáis.

Lo cierto es que Dámaso, acabó teniendo su oportunidad, y con el valor que da el hambre y la miseria, apoyado por Marina, acabó triunfando y convirtiéndose en un torero de renombre.

El bodorrio del torero y los primeros gananciales

El primer sueldo de Dámaso, fué para comprar una casa digna a su madre; cuando ella descubrió que había lavadora, y no tenía que ir al lavadero municipal para ajarse las manos frotando con agua fría se puso a llorar.

Luego Dámaso le compró una moto a su padre, porque tener coche en el pueblo no era algo necesario; y porque sabía que desde la película «Easy rider», su padre admiraba a Peter Fonda.

A Marina se la llevaba a las boutiques de la capital, le compraba todos los trajes que quería,  no dudaba en llevarla con él a los mas caros restaurantes (en los que algunos reían por lo bajo ante lo tosco de sus modales).

Huelga decir que se casaron, en la ermita del pueblo, donde jamás habían aparecido gente tan importante (incluso la televisión).

Fué una boda sonada, salió en toda la prensa, y como Dámaso era un buen chaval, aún sigue comentándose en el pueblo lo sonado del evento.

Algún amigo le comentó que pactara separación de bienes, porque Marina era bastante frívola y muy poco trabajadora; pero Dámaso se enfadó «Lo mío es de mi mujer, yo no quiero bienes materiales, sino la felicidad de quienes quiero y de quienes me rodean»…contestó.

No es oro todo lo que reluce

Dámaso le compró la finca a uno de los señoritos del pueblo, aunque en realidad era un niñato, cuarta generacion de señoritos, que jamás había visitado el pueblo ni la finca y que se pulió todo el precio de la venta en el Casino de la Bahía de Cádiz.

Allá que fué a vivir Dámaso, con Marina, así como sus padres y suegros.

Lo tenían claro y colocaron a todos los jornaleros que pudieron, pagando el doble del sueldo que se estilaba por la época, pues aunque el campo no daba para esos sueldos: un par de corridas y bastaba para cubrir el agujero.

Marina, sin embargo, ya no acompañaba a Dámaso a las corridas; se encerró en el caserío, del que sólo salía para ir a la capital o a Madrid: para comprar vestidos, o para pasar unos días con sus nuevas amigas, que no eran sino las mismas señoras que de pequeña veía en las revistas o las hijas de dichas señoras.

Marina había heredado de su madre esa tendencia al ensanche de caderas y una celulitis que disimulaba bien bajo sus costosos vestidos.

Cuando tuvo el primer hijo, se le descolgó su pecho, por lo que decidió operarse de cirugía estética (unido a un retoque en la nariz, algo de colágeno en los labios, una liposucción y un botox para arreglar unas arruguillas que le andaban saliendo -todo por recomendación de su nueva amiga Pitita Colmenero, que era la cuarta esposa de un político de Madrid-).

No pudo amamantar a sus otros dos hijos, aunque se acordó de las antiguas nodrizas y contrató a una mujer del pueblo de generosas ubres que se encargara de tal menester, y de camino sirviera de niñera, porque eso de criar hijos no es nada divertido y ella prefería tener tiempo libre para poder atender a sus «nuevos amigos».

La cogida y la liquidación de los gananciales

Muchos eran los triunfos de Dámaso, y varias las cogidas; sin embargo Dámaso tenía la dureza que dan generaciones de miseria y parecía superarlas todas milagrosamente.

Fué una mala tarde de Agosto, en un pueblo perdido (porque el nivel de vida de Marina obligaba a Dámaso a aceptar todas las corridas que le proponían) cuando un toro como otro cualquiera lo pilló desprevenido y le pegó un cornalón de los de verdad.

Esta vez no fué la cornada, fué el topetazo, el que estuvo a punto de romperle las vértebras a Dámaso, que durante mucho tiempo temió quedar de por vida sentado en un sillita de ruedas.

Los médicos le dijeron claramente que no podría volver a torear.

Marina, no tomó aquello ni bien ni mal, pues andaba feliz viendo a un jugador de fútbol que había conocido en Madrid, y con quien ahogaba las ausencias de Dámaso; sin embargo Dámaso ya no ganaba dinero, el campo tenía que mantenerse sólo, y Marina decidió buscar nuevos rumbos.

El divorcio salió en la prensa (de lo que Marina sacó pingues beneficios) y Dámaso no luchó mucho en la liquidación de la sociedad de gananciales, consintió que la finca se la quedara Marina pactando una generosa pensión para sus tres hijos, él era el maestro y confiaba en poder volver a torear.

Con más dolor que resentimiento le dijo saliendo del juzgado a Marina «no sabía yo que también te llevaste la mitad de las cornadas que recibí».

El segundo amor

Dámaso, para poder pagar la pensión volvió a vestirse de luces, y se fué a vivir a la capital, pues no soportaba la verguenza del futbolista y le dolía mucho pasar por la finca, en la que ya no vivían sus padres, aunque si Marina y sus suegros.

Se alquiló un piso en la capital y empezó su nueva vida, mientras Marina despedía a media plantilla (menos a la matrona que bregaba con los niños) y seguía haciendo una intensa vida social.

Poco tardó Dámaso en recibir una segunda cornada, y esta fué la definitiva.

Tal y como habían dicho los médicos, Dámaso tuvo que asumir que el resto de su vida lo pasaría en una silla de ruedas.

No obstante en el hospital conoció a una enfermera algo feucha, pero que era una gran admiradora del maestro.

Virtudes era hija también de jornaleros, pero sus padres con esfuerzo y sacrificio le habían dado una carrera de enfermería; ella siempre había amado platónicamente al maestro, sabía que era un hombre de bien y poco le importaba la invalidez.

El pleito

Dámaso no trabajaba, sólo recibía las rentas de un negocio que había montado con un amigo de la infancia, pero ni con mucho eso llegaba para pagar la pensión de Marina y los tres niños (por cierto tres adolescentes con muy malos augurios).

Demandó judicialmente la modificación de la pensión.

Marina había contratado a una letrada de capital que se vanagloriaba de hacer papilla a los hombres, y cuyo despacho tenía un lema «jamás defendemos hombres» era una abogada marrullera, activista y con mucho más plan de márketing que conocimiento jurídico.

En el juicio esa letrada: por activa y por pasiva, se encargó de demostrar que no tenía muy claros los beneficios de ese negocio (pues sabido es que hay negocios que facturan en negro) pero sobre todo que la pensión la fijó voluntariamente Dámaso, y que no había alteración imprevisible de las circunstancias, pues es absurdo decir que un torero no ve previsible una cogida, y máxime cuando al tiempo del divorcio los médicos ya le habían advertido que no debía de torear.

El juez negó la modificación de la pensión, y el pobre de Dámaso no tuvo por más que recurrir; sin embargo en la Audiencia consideraron que la valoración de la prueba por el juez de primera instancia era razonable (por cierto aquel día el juez estaba de baja y le atendió un juez sustituto que casualmente era antitaurino).

Dámaso pensó en el suicidio, pero, ahí estaba Virtudes, enamorada que le dijo: «Tranquilo, pide concurso de acreedores, y nos apañamos con mi sueldo cariño,  es más yo te quiero de verdad, se que eres honesto, y me quiero casar contigo».

Segunda boda y el drama de los segundos gananciales

Dámaso ya no era el que fué, la boda fué sencilla, y sólo acudieron algunas compañeras de Virtudes, y algunos amigos de Dámaso. Se celebró un lunes en la parroquia del barrio, y el convite fué en su casa (aunque dicho sea de paso,  y como sólo fueron los amigos de verdad, lo pasaron estupendamente).

Dámaso vió embargado por Doña Piedra del Tronco (que era la letrada de Marina) absolutamente todo, sin embargo era feliz, pues amaba a Virtudes,  y aunque con ciertas estrecheces podían vivir con el sueldo de una enfermera (además Dámaso no era persona de muchas pretensiones, por lo que se conformaba con pocos bienes materiales).

Sin embargo el susto llegó el día que Virtudes vio una carta del Juzgado, pues Marina había demandado judicialmente el embargo de la mitad de su sueldo.

¿Cómo?

Doña Piedra del Tronco, gran jurista, conocía el Código Civil y por tanto el artículo 1362.1 con el que me despido de vosotros, por si sacáis alguna conclusión de esta historia

Artículo 1362

Serán de cargo de la sociedad de gananciales los gastos que se originen por alguna de las siguientes causas:

1.ª El sostenimiento de la familia, la alimentación y educación de los hijos comunes y las atenciones de previsión acomodadas a los usos y a las circunstancias de la familia.

La alimentación y educación de los hijos de uno solo de los cónyuges correrá a cargo de la sociedad de gananciales cuando convivan en el hogar familiar. En caso contrario, los gastos derivados de estos conceptos serán sufragados por la sociedad de gananciales, pero darán lugar a reintegro en el momento de la liquidación.

 

Angustiados, solicitaron un abogado del turno de oficio, y les asignaron a un letrado de taurino apellido Don Jesús Montera.

¿Un abogado de oficio frente a el azote de los maridos? Dámaso y Virtudes acudieron a su despacho, llenos de temores, pues si se hubiera llamado Don Jesús de la Montera seguro que sabría más derecho.

Era un despacho sencillo, pero tras él había un gran jurista, que sonrió y les explicó: «Tranquilos, este artículo habla de las cargas, pero no de las obligaciones de la sociedad de gananciales; o dicho de otra forma, regula las cargas generadas en el seno de vuestra familia, pero no de una obligación de la que se responda frente a tercero, sino de una relación entre vosotros».

Se interpuso el correspondiente recurso, en el que Don Jesús Montera respondió en papel del consejo general de la abogacía, al voluminoso escrito (proporcional a la factura) presentado por Doña Piedra del Tronco en papel verjurado con filigranas y sello en seco.

En este caso ya no estaba el juez sustituto, sino el juez titular, que condenó en costas a Marina y Doña Piedra, y que además un tanto hartito de los espectáculos que Doña Piedra montaba en su juzgado, al firmar el auto, y de modo inapreciable dibujó un conocido símbolo «:-)».

No se si la historia es cierta o no, pero ese artículo del Código Civil está ahí, y esos son los peligros de contraer segundas nupcias por parte de personas casadas pactando régimen de gananciales, tema que brillantemente analiza este post de José Manuel Vara González en el blog Hay Derecho.

En el día de hoy y con una perspectiva completamente diferente, este problema lo analiza Doña María Jesús Montero Gandía, en un post más que recomendable de leer.

 

https://creativecommons.org/licenses/by/2.0/legalcode

Foto cortesía de José Luis Cernadas Iglesias