Tengo que reconocer que no he sido, ni soy, un hijo fácil o modélico; he dado muchos disgustos a mis padres, y siempre he sido un niño rebelde (y digo niño, porque a mis cincuenta castañas, mi madre de vez en cuando me suelta … «a ver si te veo madurar»).

Supongo que haber pasado una infancia en la que no duraba dos años en un colegio (por los cambios de destino de mi padre) el haber sido malcriado por mi abuelo, y un carácter especial, han sido parte importante de como soy hoy en día.

De ese carácter «especial» (como dice mi madre) la parte peor se manifestó en mi adolescencia (no podría ser otra la edad); la rebeldía que por algún misterio de la fisiología todos tenemos a partir de los 14 años, la expresé con un odio virulento hacía todo, y especialmente las personas que más me querían.

Ahora de mayor, con el paso de los años, poco a poco voy madurando, y aprendiendo que no es que mis padres me hayan tenido un cariño infinito; es que probablemente son las únicas personas que me han enseñado el significado de una palabra compuesta, que hoy en día no está de moda citar «amor incondicional» o «amor verdadero».

Ahora comprendo los redaños de un padre Notario, que por buscar un futuro a sus hijos me dejó un verano sólo en Sevilla (yo no lo entendía) mientras el se encerraba en pleno mes de agosto en un cuarto trastero de un sótano para estudiar oposiciones entre Notarios (recuerdo que mi hermano por su cumpleaños le pidió como regalo que se viniera a bañar con nosotros a la piscina), o esa madre que dejó su Andalucía natal para cargar con cuatro niños pequeños y un marido en Asturias, de donde sacó a un hijo enamorado de esa tierra, pero ella una depresión de la que nunca ha acabado de curarse.

Pero ahora no sólo soy un «Don Notario», también soy padre, y se lo que se quiere un hijo; además veo en mi despacho muchas familias, con sus grandezas y sus miserias (más las primeras que las segundas) la cuales me hacen pensar muchas veces en como he sido, y arrepentirme de esa adolescencia rebelde que aún mantengo.

Ya he escrito en este blog sobre la desheredación, y he explicado que sólo he usado esa figura en dos ocasiones, pero os he engañado, pues eso no quiere decir que no se me haya planteado en otras.

De hecho este post podría haberlo llamado tanto «amor de madre» como «amor de padre», pues ha habido ocasiones en las que no he desheredado muy a mi pesar, simplemente porque el inmenso amor de un padre o de una madre, me recordaron que el Notario no es un adalid de la justicia, sino un mero testigo de voluntades ajenas, y en dos de ellas los padres me demostraron lo mucho que aún tengo que aprender.

En ambos casos, Dios me dio el premio de ver que más sabe ese amor de padre o de madre que todas las leyes del mundo; aunque, por no aburriros, me limitaré a compartir con vosotros una de esas experiencias (ocurrida hace mucho tiempo y cambiando algún dato, para que no podáis averiguar de que personas se tratan).

Recién tomada posesión en uno de mis destinos, mi oficial, me comenta que Doña Angelita quería hablar conmigo.

Me sorprendió un poco el tono de reverencia con el que el oficial se refería a esa señora, aunque como estaba recién aterrizado y no conocía a nadie aún en el pueblo, hice pasar a la señora a mi despacho.

Era de esas señoras respetadas en muchos pueblos, no por rica ni por pobre, no por muy o por mal educada, sino simplemente porque desde pequeña le habían enseñado algo que hoy en día no está muy de moda, que se llama educación. No había tenido una formación especial, y había sido criada para ser ama de casa de toda la vida; sin embargo tenía una voracidad de conocimiento tremendo, y era una apasionada de la lectura, por lo que daba auténtico gusto hablar con ella, por no contar que hacía sus pinitos escribiendo, y sinceramente se le daba muy bien.

Doña Angelita, había tenido la mala suerte de quedar viuda joven, y con cuatro niños a su cargo, que poco a poco había ido criando sola, pues había dejado su tierra natal, para ir a vivir al pueblo de su marido, aunque estaba plenamente integrada en el pueblo.

Sin embargo, uno de ellos en plena adolescencia, había salido especialmente rebelde, y su rebeldía se había prolongado durante la mayoría de edad.

No es cuestión de contaros todas las cosas que hizo el niño, pero el remate había sido la noche de antes, en el que había pegado a Doña Angelita y a una hermana menor que se metió por medio, ante la locura de ver a su hermano pegando a su madre.

Doña Angelita estaba destrozada, y en su cara se notaba que no es que aquella noche no hubiera dormido, ni que tuviera un moratón en el ojo; es que se notaba que se le habían secado las lágrimas de llorar una noche entera, y la voz tenía esa ronquera que sólo el haber gritado desesperada, tapando la boca con una almohada puede producir.

Sinceramente no sabía que hacer, pensé en que quería hacer testamento y desheredar al hijo, y así se lo hice saber, con más ganas de darle un beso que de firmar el documento en cuestión, pues hay caras que te llaman a la ternura y que te impiden actuar como Notario.

Doña Angelita, me miró sorprendida «¿cómo voy a dejar de querer a mi hijo?«.

Sinceramente tengo que confesar que salió el leguleyo que tengo dentro, y traté de explicarle que la desheredación no es más que un tecnicismo y una declaración de voluntad de no querer dejar nada a una persona tras el fallecimiento.

Pero ella me dio una lección que muchas veces recuerdo en mi despacho, y que siempre cito a quien viene con intención de desheredar.

Mire Ud, el testamento es lo que yo digo hoy que quiero que suceda cuando yo falte ¿no es cierto?…asentí.

También es cierto que lo que yo digo hoy sólo se sabrá cuando yo ya no este ¿verdad?…nuevamente tuve que asentir.

¿Cómo va a ver mi niño que mis últimas palabras es que no le dejo nada? … ¿ni cariño? … ¿y si cambia mi niño?.

Yo sólo quiero «quitarle los poderes» porque no vaya a ser que monte un estropicio, sobre todo por las malas compañías que tiene, pero desheredar no es sólo privar de bienes a un hijo, sino que es casi como decirle que te arrepientes de ser su madre, y por más que me haga sufrir lo quiero más que a los otros (en ese momento me acordé de mi madre y de los cientos de veces que me dice «eres al que más quiero, porque eres el que más «ruío» me da».

El poder fue revocado, y la historia de la revocación da también para otro post.

A los pocos días Doña Angelita vino a hacer testamento, y lo traía redactado en un folio (ya os he contado sus dotes literarias).

Huelga decir que el testamento instituía herederos por partes iguales a sus cuatro hijos, pero que consciente de que es la expresión de última voluntad, Doña Angelita, había dedicado un párrafo especial a cada hijo, y que cada uno de los cuatro párrafos estaban escritos desde lo más profundo del corazón.

A ese hijo díscolo, curiosamente le decía lo mismo que a mi me dice mi madre «no creas que por lo mucho que me has hecho sufrir te quiero menos, porque te quiero tanto como a los demás. Debes saber que no es que te perdone todo, sino que sólo consigo acordarme de cuando te tenía en mis brazos de bebé, que me siento feliz y orgullosa de ser tu madre; y ruego a tus hermanos que te sepan entender, perdonar y querer». Terminaba el testamento diciendo «se que me iré y no me llevaré nada, pero si algo pudiera llevarme, me conformo con lo mucho que os he querido hijos míos».

Cosa de la vida Doña Angelita falleció estando yo en el destino, y los cuatro hijos fueron «a abrir el testamento».

En realidad, eso de abrir el testamento es un mito, pues los Notarios, simplemente damos una copia del testamento, pero en ese caso me acordaba del contenido especial de la voluntad de Doña Angelita, por lo que con algo de pudor, me dispuse a realizar el teatro de hacer entrar a los cuatro hijos en mi despacho, abrir el tomo del protocolo, y realizar una lectura solemne.

Delante de mi estaban los cuatro hijos (entre ellos el rebelde con quien había tenido un «encontronazo» el día que le notifiqué la revocación del poder), iban vestidos solemnemente, y todos se veían serios; sin embargo me fijé en ese «hijo rebelde», que venía vestido mucho más informal que los otros, pero que se puso a llorar mientras leía.

No tuve valor de preguntarle por qué, sin embargo si pude ver con el rabillo del ojo que en su muñeca había un tatuaje, que no vi cuando le notifiqué al revocación del poder, y que decía «AMOR DE MADRE».

En ese momento supe, que Doña Angelita, se había encargado en vida de que fueran innecesarias las palabras que entonces yo repetía.

 

Lo cierto es que soy padre, por eso sólo se me ocurre compartir con vosotros esta canción que un día me enseñó mi madre en plena adolescencia (lo sorprendente es que mi madre no tiene ni pajolera idea de inglés, pero está claro que si habla el mismo lenguaje de Doña Angelita, y yo aún tengo el privilegio de poder decir desde este blog que la quiero mucho para que ella lo lea y todos se enteren)

 

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Foto cortesía de Pedro Ribeiro Simoes https://www.flickr.com/photos/pedrosimoes7/