Hablar de las legítimas es algo bastante habitual en un Notario, aunque aún no he visto a un compañero mío defenderlas, baste como botón de muestra lo escrito en este blog sobre las legítimas y la protección del patrimonio familiar, o sobre cómo puede un hijo defender su legítima, o sobre la desheredación, o lo escrito por mi compañero Antonio Ripoll Soler sobre los hijos afectivos.

Esta entrada es algo más compleja y simplemente trata de narrar una historia real, en la que obviamente los nombres y algunos datos (salvo la nacionalidad del hijo) serán debidamente modificados para que absolutamente nadie pueda darse por aludido.

Todo comienza cuando entran en mi despacho una señora y tres jóvenes para realizar una partición de herencia y hacer la primera testamento (no está de más decir que se trataba de la herencia intestada del padre, y que ya habían comprobado esas personas en sus propias carnes por qué conviene hacer testamento).

Lo cierto es que tengo la sana costumbre de revisar las escrituras el día de antes (salvo la típica que hay que hacer sobre la marcha) y me sorprendió mucho el número de asistentes, pues sabía que el señor dejó viuda y dos hijos.

Sin embargo lo que más me sorprendió fueron los rasgos orientales de uno de los tres jóvenes que entraron en el despacho.

La escritura de herencia no tenía la más mínima dificultad, pues se repartían los bienes con arreglo a la ley tanto la viuda como los dos huérfanos.

Sin embargo seguía preguntándome que hacía ahí ese jovenzuelo de rasgos orientales.

Es cuando la señora, empieza a comentarme cómo quería hacer testamento, cuando empiezan mis sorpresa, pues pretendía instituir herederos por partes iguales a sus tres hijos.

¿Tres hijos?…. ¡si acababa de ver que el marido tenía dos!

No sabía como plantear el tema, por lo que disimulando lo más que pude, me limité a preguntarle el nombre y apellidos de los tres hijos (aunque era obvio que conocía el nombre y apellido de dos de ellos).

La señora, entendiendo mi embarazo, directamente me dijo….»el hijo que le falta es este» (señalando al jovenzuelo de rasgos orientales).

Seguidamente me dijo el nombre y apellidos, pero curiosamente el primer apellido del mozalbete era el mismo apellido que el de su difunto esposo y el segundo apellido era japonés.

Me temía lo peor, y que se cumpliera ese terror atávico que todos los Notarios tenemos a que tras hacer una declaración de herederos intestados a favor de hijos, aparezca un hijo no matrimonial (curioso es que en diecisiete años de ejercicio profesional no haya visto ningún caso en las más de 500 declaraciones de herederos intestados que he autorizado).

Afortunadamente la señora, que desde un principio parecía leerme el pensamiento, siguió sonriendo y empezó la narración que ahora comparto.

Resulta que su difunto esposo era hermano de un famosísimo cantaor de flamenco de Jerez de la Frontera (esas eran sus palabras, aunque mis conocimientos del flamenco no van más allá de Camarón de la Isla) que se había pasado prácticamente toda su vida en Japón (que digo yo, que los japoneses serán muy aficionados al flamenco, pero no debería de ser tan buen cantaor cuando vivió allí -sinceramente pensé en ese padre que dice que su hijo de 19 años es un crack jugando al futbol, y en prueba de ello me enseña al niño vestido con la camiseta del Alcalá club de fútbol).

En sus múltiples andanzas por las tierras niponas, el «famoso cantaor» se había casado con una no menos famosa bailaora de flamenco de nacionalidad japonesa (país que como todos saben es mundialmente conocido por lo bien que bailan flamenco y por sus matadores de toros).

La cosa estaba en que «había dejao preñá» a la japonesa, y que como la gente del flamenco «son de mal vivir» se habían traido al niño para España, para que lo criaran sus tíos (o sea el difunto cuya herencia acababa que firmar, y la señora cuyo testamento tenía que autorizar).

No salía de mi asombro con la historia que me estaba contando, por lo que no pude evitar preguntarles varias cosas; las respuestas me han dejado con la boca abierta y aún medito hasta donde puede llegar la capacidad de cariño de la que es capaz el ser humano.

Lo primero que le pregunté es por qué no había adoptado al niño.

La respuesta fue fulminante: «mire Ud mi niño es mi niño, pero también mi hijo tiene un padre y una madre que lo quieren mucho, y yo no voy a quitarle el niño a «naide»; pero más sorprendente fue la respuesta del niño, que con la misma sonrisa que tenía la madre, interrumpió para decir en perfecto andaluz «¿cómo no voy a queré a tos mis pares?».

El niño tenía ya veinte añazos, y estaba acompañando a su madre y sus hermanos, pero era perfectamente consciente que tenía unos padres biológicos, es más esos padres venían una vez al año por España para ver a su hijo (e incluso más de una vez sus abuelos japoneses), estaban en contacto constante con él por internet y se preocupaban muy seriamente de su educación y sus problemas (pero querían que el niño tuviera una educación y creían que la vida nocturna que ellos tenían que llevar por su oficio no era la mejor manera de conseguirla).

Los otros dos hermanos corroboraban lo que estaba escuchando; sabían que aunque no de sangre, el japonés en cuestión era hermano suyo, y de hecho me preguntaban cómo «poner una tercera parte de los bienes de su padre a nombre de su hermano.

Afortunadamente y por coincidencias matemáticas de la vida pude resolver el problema; pues gracias a la existencia del tercio de libre disposición, y nombrando herederos universales a los tres hijos por partes iguales, se podía cumplir la voluntad de la señora (amén de que puse un breve recordatorio en el que la señora manifestaba que el japonés en cuestión aunque no era hijo biológico, con el mismo cariño había sido criado, y por tal era hijo biológico era tenido -curiosamente la señora entendió a la primera esta frase y la agradeció mucho-).

Evidentemente en diecisiete años de ejercicio profesional, es la primera vez que veo una historia como esta; sin embargo, me hace cuestionarme si verdaderamente las legítimas están al servicio de la familia; y si esa desconfianza del legislador hacia la voluntad del ser humano, por creer que tiene una mente enferma, es más fruto de lo enfermo de la mente del legislador que otra cosa.

El ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor, lo que si que me cuestiono seriamente es:

  1. Si una persona con su propio esfuerzo forma un patrimonio durante su vida, paga sus impuestos y cumple con sus obligaciones ¿por qué el legislador tiene que meter también las narices cuando fallezca?.
  2. Si todo ciudadano ejerciendo el voto puede decidir el futuro de un país, ¿por qué no puede con su testamento decidir el futuro de su patrimonio y de su familia.
  3. Por qué hay que tratar las herencias como algo estrictamente económico, y no se permite que los afectos de una persona puedan tener ese reflejo económico.

 

Finalmente la historia es poco habitual, pero el caso se plantea cada vez más frecuentemente, cuando las personas divorciadas que tienen hijos y que han rehecho su vida con otra persona que tiene hijos quieren hacer testamento (y lamentablemente esta situación si la he vivido muchas más veces en mi despacho, sin que siempre haya podido dar una respuesta tan fácil).